“He de
morir. He de morir a la brevedad, luego de terminar esta carta. Qué importa
quién soy, importa quién fui que es lo mismo que decir “importa quién seré”.
Encerrado en estas cuatro paredes desde hace ya no sé cuántas semanas, con la
barba crecida y los restos de comida desperdigados por el suelo, sirviendo de
abrigo y hogar a una infinidad de insectos que me repugnaría enumerar, espero
el momento del valor, en el que finalmente me atreva a hundir este cuchillo en
mi pecho o a abrir el torrente de sangre de mis muñecas y aguardar la
liberación soñada.
No soportaría un solo encuentro
más con Eso. Tiembla mi pulso al garabatear estas líneas, tan sólo por recordar
su encuentro, su voz macilenta que me habló desde la oscuridad de mi
habitación. Ya no puedo dormir con las luces apagadas. Ya no puedo dormir.
No recuerdo cuándo apareció por
primera vez, pero recuerdo que fue en sueños. He perdido la noción del tiempo
desde entonces. No articuló una sola palabra el hombre sentado en la esquina de
mi cama, ataviado con un impermeable negro, un bombín escondiéndole la
cabellera rojiza apenas iluminada por la luz que llegaba trémula desde el
comedor y un bastón azabache, con un pomo esférico de reluciente metal dorado,
apretado en el medio por una serpiente que mordía su cola. Sus ojos refulgían
en la oscuridad, había en ellos una satisfacción inconmensurable para cualquier
tipo de medición mortal. Me miraba de forma atroz, hurgando en mi mente, en las
profundidades de mi ser y en el calabozo de mi inconsciente. Me miraba
satisfecho, como si en mí estuviera el corolario de algo que a él le importara.
Desperté agitado, embebido en el sudor helado de las pesadillas. Pero supe que
era un sueño (¿Lo supe en verdad? ¿Lo sé ahora?), me tranquilicé y volví a
dormir.
¿Quién era ese hombre pálido,
pelirrojo, de bombín, que me miraba inquisitivo desde el extremo de la cama?
Pasaron los días y su imagen no se borraba de mis pensamientos. Incluso llegué
a desarrollar una especie de repulsión hacia cualquier pelirrojo que se me
acercara. Pero era un sueño. Un sueño y ya. ¿Por qué habría de atormentarme
tanto ese vago recuerdo un sueño cualquiera?
Pude olvidarlo al tiempo pero
ciertos sueños que me tenían por protagonista me asediaban por las noches. A
veces me soñaba como un herrero de Babilonia, trabajando para Hammurabi. Otras
veces me veía a mí, persiguiendo a un forajido católico que había querido
atentar contra la vida de nuestra reina. Yo siguiendo órdenes de un rey dios,
yo siguiendo órdenes de una reina virgen. Y en todos esos sueños una víctima
regular cuya cara no podía ver. Yo no tenía mi cara, yo no tenía mi cuerpo,
pero era yo. Yo sabía que era yo, tenía la certeza de saberlo y saberme. Como
también sabía que ciertas personas de mis sueños eran actores regulares de un
escenario onírico vertiginoso.
Tan pronto me hube recompuesto,
Eso me volvió a visitar. Estaba sentado, ahora, en un sillón, al cobijo de la
oscuridad, en mi cuarto. La luz le bañaba apenas el perfil derecho. Recuerdo
que lo vi, ahí sentado, con las piernas cruzadas y una tranquilidad incluso
petulante. Vestido íntegramente de negro, a excepción de su corbata escarlata
que era apenas visible. Me sonreía. No llegaba a ver su sonrisa, pero en alguna
parte de mí su mueca triunfal me hendía y laceraba la mente. Me preguntó si lo
recordaba. Su voz era pastosa, gélida, ininteligible pero a la vez ordinariamente
común. Me inspiró miedo, apatía y extrañez. Jamás un sueño me había empujado a
un abismo de tortura íntima tan profunda. Admito que mi vida no ha sido fácil y
que los tortuosos fantasmas del mundo onírico me han mordisqueado la mente más
de una vez… pero ésta, esta maldita vez, los horrores eran más allá de mi
memoria. Eventualmente creo haberle respondido, no sin miedo y pavor. Me dijo
que no se sorprendía al tiempo que se ponía de pie. Marcaba su andar lento,
camino al comedor lindante con mi cuarto, con el sonido de su bastón. La luz
tenue lo cubrió pero, extrañamente, nada pude ver de él, salvo su espalda
angosta y el abrigo llegándole a las pantorrillas. Tan pronto abandonó mi
cuarto me desperté sobresaltado. La transpiración me congelaba la espalda y
sentía el retumbar de mi corazón en la garganta. Intuye que de un sueño se
trataba y, cobijándome en esta infantil excusa, me dispuse a dormir pero,
aunque lejano y apagado, el sonido de la
puerta cerrándose me sobresaltó. Temí. ¿Qué hacer? ¿Salir al encuentro o rezar
por la misericordia de algún dios sempiterno? Además ¿al encuentro de qué? Esa
noche no dormí pero nuevos sueños me visitaron. ¿Acaso surgían ahora, cuando
Eso se iba? Me volví a soñar entre los jardines de Babilonia, con mi esposa
llorando en mi regazo, diciéndome que mi joven hijo había violado a la hija de
mi mejor amigo. Me soñé en Jerusalén, persiguiendo a un musulmán por ser un
apóstata y temiendo la ira de Saladino. Me soné con botas y uniforme,
enchufando la picana y presto a torturar al mismo musulmán pero ya no le temía
a Saladino ni al Papa, le temía a mi Comandante y sólo le dejaría de temer
cuando yo sea el Comandante. Pero el musulmán ya no era musulmán y yo ya no era
yo.
Miedo. Es todo lo que puedo
describir. Los días subsiguientes su imagen se me apareció en distintas
ocasiones y cada una de ellas igual de inconsistentes. Primero lo vi en el
reflejo de una vidriera, a mis espaldas. Estaba en el umbral de un local de ropa,
de esos que florecen por la avenida. Me encontraba solo, con las manos en los
bolsillos de mi gabán, ensimismado en los precios, cuando mi ojo descubrió una
imagen borrosa, una imagen especular en el vidrio, la imagen de un hombre sinuoso,
que me miraba con detenimiento, de pie en medio de la avenida. Pero al momento
que giré e intenté enfrentar aquella visión, sólo encontré gente. Gente normal.
Gente que no era un sueño (o al menos no uno mío). Algunas semanas después,
creo, creí haberlo visto en lo alto del puente que cruza las vías del tren. Yo,
desde abajo, aguardaba la llegada de éste cuando, rebuscando algo en el
ambiente que pudiera divertirme, descubrí al pelirrojo mirándome. El puente no
es muy extenso, tendrá cincuenta metros de largo cuanto mucho. Techo de chapa,
pintado de rojo pero ya desgastado por las lluvias y estructura de hierro
bruñido con piso de cemento grisáceo. Cuánta gente pasa por día es incalculable,
incalculable como todo, sólo sé que pasa mucha. Ahora Eso, ahí, mirándome.
Escarbando desde la lejanía mi alma. Comencé a transpirar, me sentí
desvanecer por unos segundos. Alguien se
me acercó preocupado o fingiendo preocupación. No pude evitar dirigirle la
mirada, incluso le escapé al encuentro de sus ojos. Sentí que mi cuerpo no era
mío, que el piso se me desvanecía, que la vida me abandonaba y que no. Porque
seguía ahí. Era una muerte eterna, un entregarse a un infinito que se reducía y
dividía en muchos ahoras. Escapé. Corrí
hasta que el piso volvió a ser material. Corrí hasta que la vida se despegó del
ensueño, hasta que su cara angular de diablo que mira desde el último círculo
congelado del infierno se perdió entre tantas otras caras que jamás tuve la
valentía de mirar.
Desde ese encuentro en la
estación de trenes no duermo. Si lo hago su risa inmunda o su mirada fantasmal
me recorre las venas y me pulveriza el corazón. Una noche perdida en la lejanía
de mi olvido temporal le pregunté con odio vehemente por qué me hacía esto.
-¿No lo recuerda usted, comandante?
–me dijo socarronamente desde algún lado de mi casa o de mi cabeza. “Comandante”,
diez letras que me perforaron la mente en busca de una respuesta coherente.- ¿No
recuerda usted cuando mi hija fue violada por su hijo, allá en los prados de la
Mesopotamia, antes que el tiempo fuera contado? ¿No recuerda usted cuando me
pasó por el verdugo por ser musulmán, en aquella Guerra Santa al comienzo del
milenio? ¿No recuerda usted cuando me ahorcó y despedazó por los eventos del Cinco
de Noviembre? ¿No lo recuerda… Comandante?
Y otra vez ese título. Ese
maldito título que se convertía en los clavos de mi ataúd.
-¿Por qué me llamás así? –pregunté,
con lágrimas rebozando en mis ojos y la mirada inquieta, buscando a mi acosador
o mi aparente víctima.
-Porque así se hacía llamar en
nuestro último encuentro, comandante, cuando me destrozó la boca con la picana.
Cuando tiró mi cuerpo al Rio de la Plata, con zapatitos de cemento -“Yo tengo veinticinco años” pensé. Al
instante, sin la dilación que la misericordia y el perdón ofrecen, eso me dijo:
-Tiene veinticinco años en esta vida. Pero nos encontramos en tantas otras y lo
buscaré en tantas otras más, hasta que el tiempo muera, hasta que el espacio
colapse en un único punto y eternidad e infinitud no sean nada más que un
vestigio de su amarga mortalidad, comandante.
Desperté. Desperté pero lo vi
ahí, sentado en el sillón de mi cuarto, mirándome como en nuestro segundo
encuentro. Lloraba pero sonreía con malicia. Me pregunté si me había despertado
y él me dijo que sí y rió. Rió entre dientes y de forma desmedida, como si el
remate de un chiste jamás pronunciado por labios vivos le hubiese llegado de
repente a su mente u oídos. Me dejó un puñal plateado sobre la mesa de luz.
-¿No reconoce aquella hoja,
comandante? Recuerdo cuando te vi siendo Ammi Eqebaa, herrero del rey. Cuando
fui a pedir justicia vos me dijiste que bien merecido se lo tenía mi hija,
entonces tomé esta hoja y te degollé, ¿lo recordás, no? Seguro que sí, pero te
duele mucho recordarlo, por eso nadie recuerda esas cosas. ¿Recordás cuando me
apresaste por ser musulmán? Abdul El-Ereuba me llamé esa vez.
Se sentó en mi cama y me vio
llorar, abrazado a mis rodillas en posición fetal, preguntándome cuándo esta
tortura iba a terminar. Me acomodó el flequillo, empastado por el sudor.
-Me clavaste este mismo puñal
en una pierna para sacarme información de ya ni recuerdo qué. Me hiciste
pequeños surquitos a lo largo de la planta del pie, lo recordás ¿no? Ya lo vas
a recordar, no te preocupes. Luego me apresaste cuando trabajabas para Su
Majestad. Lo reconozco, no estuve bien en querer estallar el parlamento, pero
¿y ustedes cazando católicos? Tan culpable como ustedes cazando “zurditos”. ¿Te
acordás esa vez que me cortaste los dedos del pie por ser comunista, para
sacarme información? También lo hiciste con este puñal. Y yo ni siquiera era comunista –rió desmesuradamente.
–Yo sólo quería enamorar a una del Partido Obrero. He sido tu presa a través de
los eones, pero ya no más. Viviste tantos tiempos y sólo lo que importa es este
único ahora, cuando tu mano haga justicia y empiece a emparejar la balanza.
Todos mis sueños ahora eran
recuerdos y, contemple con nefasta exactitud, que todos mis recuerdos habían
sido sueños. El único puñal que había conocido hasta el momento era el onírico
que desgarraba mi realidad. Qué torturada mi mente, partiéndose en mil partes,
en diez mil personalidades, en cien mil tiempos, en un millón de lugares. Y
todo eso condensado en mi sueño-verdad. Me besó la frente. Dijo que me había
perdonado hace vidas, pero que quería que mi alma sufriera tanto como su cuerpo
sufrió. Se retiró despacio, entendí que era porque rengueaba, por eso el
bastón.
Esto pasó ayer, o hace una hora
o hace miles de años. Quizás esto pasó hace tantas vidas que lo que recuerdo
ahora es como la luz de una estrella: el brillo melancólico de un cadáver que
se pierde en la infinitud del universo. Por eso decido romper este hechizo.
Ojalá no me encuentre en el próximo camino que transite.”
El cuerpo de mi hermano fue
hallado en su departamento el día 23 de Junio, pero su muerte data de cinco
días antes. El 25 por la mañana un hombre tocó a mi puerta y dijo, no sin
cierta vergüenza y delicadeza, que mi hermano le había enviado esto antes de
morir. No pude hablar mucho con él, mi pequeño hijo que no tenía más de una
semana de vida estaba llorando en su moisés. Cuando quise irme, el extraño, que
no dio mayores datos de cómo mi hermano le dio la carta, me preguntó qué día
nació mi hijito. Le dije con angustia que el mismo día en el que se suponía la
muerte de mi hermano. “No crea en las casualidades” me dijo aquel pelirrojo,
vestido íntegramente de negro, con un llamativo bombín y un bastón de pomo
esférico y dorado.