martes, 26 de mayo de 2015

Lo sabía(mos)

Yo lo sabía. Cuando vi tu nombre lo supe.
Hoy lo sentí en el frío
en la lluvia, en el viento.
Hoy sabía que ibas a aparecer.

Era de esperarse.
Sos la lluvia, el frío, el viento.

Yo lo sabía. Hoy era el día.
Me lo dijo el aire
pesado y plomizo.
Me lo dijo una risa
que escuché por ahí.

Yo lo sabía. Hoy era la fecha predicha.
Sabía que hoy era el día.
Me latía en la piel
que reclama tus manos.

Porque había algo nefasto
y algo bello.
Porque asomó un poco de luz
tras la lluvia.
Porque escuché una risa
entre tantos gritos.

Yo lo sabía. Y me hablaste.
Y lo supe. Y lo sé.
(Que me maten si lo sabré)

Sé que esta vez 
también te irás.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Tanto mundo

Tanto mundo por conocer
tanto camino por recorrer
pero me vasta con tu sonrisa

Cuando cerrás los ojos

Cuando cerrás los ojos ¿qué pasa?
¿Sentís mi respiración quemarte la nuca aún?
¿Y mi abrazo abrigarte las penas?
¿No sentís mi amor aunque me resista
            a no destinártelo?

¿Qué pasa cuando cerrás los ojos?
Cuando la espesura de la nada
de la nada de los párpados cerrados
te envuelve…

¿No temés?
Yo sí.
Y me faltás.

Cuando el sueño te viene
y los párpados te pesan
y cerrás los ojos
y vas a ese espacio virgen de tus sueños
¿no estoy yo en él? vos sí en el mío.

¿Qué pasa cuando cerrás los ojos
y todo el mundo se desvanece
y las voluntades se postran a tu sueño
y la nada inmaterial es tu piso seguro?
¿Sigue existiendo el mundo si no lo vemos?

Y algo hay todavía más gracioso.
No importan los dóndes, no importan los cuándos
si la verdad está de ojos abiertos
o la noche te mira con ojos cerrados
            no importa.
No importa.
                        Yo te seguiré amando.

viernes, 8 de mayo de 2015

El otro que susurra en la oscuridad.

“He de morir. He de morir a la brevedad, luego de terminar esta carta. Qué importa quién soy, importa quién fui que es lo mismo que decir “importa quién seré”. Encerrado en estas cuatro paredes desde hace ya no sé cuántas semanas, con la barba crecida y los restos de comida desperdigados por el suelo, sirviendo de abrigo y hogar a una infinidad de insectos que me repugnaría enumerar, espero el momento del valor, en el que finalmente me atreva a hundir este cuchillo en mi pecho o a abrir el torrente de sangre de mis muñecas y aguardar la liberación soñada.
No soportaría un solo encuentro más con Eso. Tiembla mi pulso al garabatear estas líneas, tan sólo por recordar su encuentro, su voz macilenta que me habló desde la oscuridad de mi habitación. Ya no puedo dormir con las luces apagadas. Ya no puedo dormir.
No recuerdo cuándo apareció por primera vez, pero recuerdo que fue en sueños. He perdido la noción del tiempo desde entonces. No articuló una sola palabra el hombre sentado en la esquina de mi cama, ataviado con un impermeable negro, un bombín escondiéndole la cabellera rojiza apenas iluminada por la luz que llegaba trémula desde el comedor y un bastón azabache, con un pomo esférico de reluciente metal dorado, apretado en el medio por una serpiente que mordía su cola. Sus ojos refulgían en la oscuridad, había en ellos una satisfacción inconmensurable para cualquier tipo de medición mortal. Me miraba de forma atroz, hurgando en mi mente, en las profundidades de mi ser y en el calabozo de mi inconsciente. Me miraba satisfecho, como si en mí estuviera el corolario de algo que a él le importara. Desperté agitado, embebido en el sudor helado de las pesadillas. Pero supe que era un sueño (¿Lo supe en verdad? ¿Lo sé ahora?), me tranquilicé y volví a dormir.
¿Quién era ese hombre pálido, pelirrojo, de bombín, que me miraba inquisitivo desde el extremo de la cama? Pasaron los días y su imagen no se borraba de mis pensamientos. Incluso llegué a desarrollar una especie de repulsión hacia cualquier pelirrojo que se me acercara. Pero era un sueño. Un sueño y ya. ¿Por qué habría de atormentarme tanto ese vago recuerdo un sueño cualquiera?
Pude olvidarlo al tiempo pero ciertos sueños que me tenían por protagonista me asediaban por las noches. A veces me soñaba como un herrero de Babilonia, trabajando para Hammurabi. Otras veces me veía a mí, persiguiendo a un forajido católico que había querido atentar contra la vida de nuestra reina. Yo siguiendo órdenes de un rey dios, yo siguiendo órdenes de una reina virgen. Y en todos esos sueños una víctima regular cuya cara no podía ver. Yo no tenía mi cara, yo no tenía mi cuerpo, pero era yo. Yo sabía que era yo, tenía la certeza de saberlo y saberme. Como también sabía que ciertas personas de mis sueños eran actores regulares de un escenario onírico vertiginoso.
Tan pronto me hube recompuesto, Eso me volvió a visitar. Estaba sentado, ahora, en un sillón, al cobijo de la oscuridad, en mi cuarto. La luz le bañaba apenas el perfil derecho. Recuerdo que lo vi, ahí sentado, con las piernas cruzadas y una tranquilidad incluso petulante. Vestido íntegramente de negro, a excepción de su corbata escarlata que era apenas visible. Me sonreía. No llegaba a ver su sonrisa, pero en alguna parte de mí su mueca triunfal me hendía y laceraba la mente. Me preguntó si lo recordaba. Su voz era pastosa, gélida, ininteligible pero a la vez ordinariamente común. Me inspiró miedo, apatía y extrañez. Jamás un sueño me había empujado a un abismo de tortura íntima tan profunda. Admito que mi vida no ha sido fácil y que los tortuosos fantasmas del mundo onírico me han mordisqueado la mente más de una vez… pero ésta, esta maldita vez, los horrores eran más allá de mi memoria. Eventualmente creo haberle respondido, no sin miedo y pavor. Me dijo que no se sorprendía al tiempo que se ponía de pie. Marcaba su andar lento, camino al comedor lindante con mi cuarto, con el sonido de su bastón. La luz tenue lo cubrió pero, extrañamente, nada pude ver de él, salvo su espalda angosta y el abrigo llegándole a las pantorrillas. Tan pronto abandonó mi cuarto me desperté sobresaltado. La transpiración me congelaba la espalda y sentía el retumbar de mi corazón en la garganta. Intuye que de un sueño se trataba y, cobijándome en esta infantil excusa, me dispuse a dormir pero, aunque lejano y apagado,  el sonido de la puerta cerrándose me sobresaltó. Temí. ¿Qué hacer? ¿Salir al encuentro o rezar por la misericordia de algún dios sempiterno? Además ¿al encuentro de qué? Esa noche no dormí pero nuevos sueños me visitaron. ¿Acaso surgían ahora, cuando Eso se iba? Me volví a soñar entre los jardines de Babilonia, con mi esposa llorando en mi regazo, diciéndome que mi joven hijo había violado a la hija de mi mejor amigo. Me soñé en Jerusalén, persiguiendo a un musulmán por ser un apóstata y temiendo la ira de Saladino. Me soné con botas y uniforme, enchufando la picana y presto a torturar al mismo musulmán pero ya no le temía a Saladino ni al Papa, le temía a mi Comandante y sólo le dejaría de temer cuando yo sea el Comandante. Pero el musulmán ya no era musulmán y yo ya no era yo.
Miedo. Es todo lo que puedo describir. Los días subsiguientes su imagen se me apareció en distintas ocasiones y cada una de ellas igual de inconsistentes. Primero lo vi en el reflejo de una vidriera, a mis espaldas. Estaba en el umbral de un local de ropa, de esos que florecen por la avenida. Me encontraba solo, con las manos en los bolsillos de mi gabán, ensimismado en los precios, cuando mi ojo descubrió una imagen borrosa, una imagen especular en el vidrio, la imagen de un hombre sinuoso, que me miraba con detenimiento, de pie en medio de la avenida. Pero al momento que giré e intenté enfrentar aquella visión, sólo encontré gente. Gente normal. Gente que no era un sueño (o al menos no uno mío). Algunas semanas después, creo, creí haberlo visto en lo alto del puente que cruza las vías del tren. Yo, desde abajo, aguardaba la llegada de éste cuando, rebuscando algo en el ambiente que pudiera divertirme, descubrí al pelirrojo mirándome. El puente no es muy extenso, tendrá cincuenta metros de largo cuanto mucho. Techo de chapa, pintado de rojo pero ya desgastado por las lluvias y estructura de hierro bruñido con piso de cemento grisáceo. Cuánta gente pasa por día es incalculable, incalculable como todo, sólo sé que pasa mucha. Ahora Eso, ahí, mirándome. Escarbando desde la lejanía mi alma. Comencé a transpirar, me sentí desvanecer  por unos segundos. Alguien se me acercó preocupado o fingiendo preocupación. No pude evitar dirigirle la mirada, incluso le escapé al encuentro de sus ojos. Sentí que mi cuerpo no era mío, que el piso se me desvanecía, que la vida me abandonaba y que no. Porque seguía ahí. Era una muerte eterna, un entregarse a un infinito que se reducía y dividía en muchos ahoras. Escapé. Corrí hasta que el piso volvió a ser material. Corrí hasta que la vida se despegó del ensueño, hasta que su cara angular de diablo que mira desde el último círculo congelado del infierno se perdió entre tantas otras caras que jamás tuve la valentía de mirar.
Desde ese encuentro en la estación de trenes no duermo. Si lo hago su risa inmunda o su mirada fantasmal me recorre las venas y me pulveriza el corazón. Una noche perdida en la lejanía de mi olvido temporal le pregunté con odio vehemente por qué me hacía esto.
-¿No lo recuerda usted, comandante? –me dijo socarronamente desde algún lado de mi casa o de mi cabeza. “Comandante”, diez letras que me perforaron la mente en busca de una respuesta coherente.- ¿No recuerda usted cuando mi hija fue violada por su hijo, allá en los prados de la Mesopotamia, antes que el tiempo fuera contado? ¿No recuerda usted cuando me pasó por el verdugo por ser musulmán, en aquella Guerra Santa al comienzo del milenio? ¿No recuerda usted cuando me ahorcó y despedazó por los eventos del Cinco de Noviembre? ¿No lo recuerda… Comandante?
Y otra vez ese título. Ese maldito título que se convertía en los clavos de mi ataúd.
-¿Por qué me llamás así? –pregunté, con lágrimas rebozando en mis ojos y la mirada inquieta, buscando a mi acosador o mi aparente víctima.
-Porque así se hacía llamar en nuestro último encuentro, comandante, cuando me destrozó la boca con la picana. Cuando tiró mi cuerpo al Rio de la Plata, con zapatitos de cemento -“Yo tengo veinticinco años” pensé. Al instante, sin la dilación que la misericordia y el perdón ofrecen, eso me dijo: -Tiene veinticinco años en esta vida. Pero nos encontramos en tantas otras y lo buscaré en tantas otras más, hasta que el tiempo muera, hasta que el espacio colapse en un único punto y eternidad e infinitud no sean nada más que un vestigio de su amarga mortalidad, comandante.
Desperté. Desperté pero lo vi ahí, sentado en el sillón de mi cuarto, mirándome como en nuestro segundo encuentro. Lloraba pero sonreía con malicia. Me pregunté si me había despertado y él me dijo que sí y rió. Rió entre dientes y de forma desmedida, como si el remate de un chiste jamás pronunciado por labios vivos le hubiese llegado de repente a su mente u oídos. Me dejó un puñal plateado sobre la mesa de luz.
-¿No reconoce aquella hoja, comandante? Recuerdo cuando te vi siendo Ammi Eqebaa, herrero del rey. Cuando fui a pedir justicia vos me dijiste que bien merecido se lo tenía mi hija, entonces tomé esta hoja y te degollé, ¿lo recordás, no? Seguro que sí, pero te duele mucho recordarlo, por eso nadie recuerda esas cosas. ¿Recordás cuando me apresaste por ser musulmán? Abdul El-Ereuba me llamé esa vez.
Se sentó en mi cama y me vio llorar, abrazado a mis rodillas en posición fetal, preguntándome cuándo esta tortura iba a terminar. Me acomodó el flequillo, empastado por el sudor.
-Me clavaste este mismo puñal en una pierna para sacarme información de ya ni recuerdo qué. Me hiciste pequeños surquitos a lo largo de la planta del pie, lo recordás ¿no? Ya lo vas a recordar, no te preocupes. Luego me apresaste cuando trabajabas para Su Majestad. Lo reconozco, no estuve bien en querer estallar el parlamento, pero ¿y ustedes cazando católicos? Tan culpable como ustedes cazando “zurditos”. ¿Te acordás esa vez que me cortaste los dedos del pie por ser comunista, para sacarme información? También lo hiciste con este puñal.  Y yo ni siquiera era comunista –rió desmesuradamente. –Yo sólo quería enamorar a una del Partido Obrero. He sido tu presa a través de los eones, pero ya no más. Viviste tantos tiempos y sólo lo que importa es este único ahora, cuando tu mano haga justicia y empiece a emparejar la balanza.
Todos mis sueños ahora eran recuerdos y, contemple con nefasta exactitud, que todos mis recuerdos habían sido sueños. El único puñal que había conocido hasta el momento era el onírico que desgarraba mi realidad. Qué torturada mi mente, partiéndose en mil partes, en diez mil personalidades, en cien mil tiempos, en un millón de lugares. Y todo eso condensado en mi sueño-verdad. Me besó la frente. Dijo que me había perdonado hace vidas, pero que quería que mi alma sufriera tanto como su cuerpo sufrió. Se retiró despacio, entendí que era porque rengueaba, por eso el bastón.
Esto pasó ayer, o hace una hora o hace miles de años. Quizás esto pasó hace tantas vidas que lo que recuerdo ahora es como la luz de una estrella: el brillo melancólico de un cadáver que se pierde en la infinitud del universo. Por eso decido romper este hechizo. Ojalá no me encuentre en el próximo camino que transite.”

El cuerpo de mi hermano fue hallado en su departamento el día 23 de Junio, pero su muerte data de cinco días antes. El 25 por la mañana un hombre tocó a mi puerta y dijo, no sin cierta vergüenza y delicadeza, que mi hermano le había enviado esto antes de morir. No pude hablar mucho con él, mi pequeño hijo que no tenía más de una semana de vida estaba llorando en su moisés. Cuando quise irme, el extraño, que no dio mayores datos de cómo mi hermano le dio la carta, me preguntó qué día nació mi hijito. Le dije con angustia que el mismo día en el que se suponía la muerte de mi hermano. “No crea en las casualidades” me dijo aquel pelirrojo, vestido íntegramente de negro, con un llamativo bombín y un bastón de pomo esférico y dorado.