El reloj de la pared marcó un
suave clack, cuando sus dos agujas taparon el número doce. La lluvia no
amainaba, y eso lo impacientaba. ¿Y si tuvo un accidente? –Pensó- Nunca llega tan tarde, a las diez ya suele
estar acá.
El repiqueteo en los cristales lo impacientaba
más. Su casa no era ni muy grande, ni muy pequeña: era lo justo para una pareja
joven y sin preocupaciones. Caminaba de su cuarto al living. Miraba su reloj pulsera y el de la pared simultáneamente,
esperando que alguno de los dos le dijese que todavía eran las nueve y media.
El sonido tibio y eléctrico de la
televisión fue eclipsado por un trueno, que agitó las entrañas del joven. Sentado
en la mesa del comedor, con las manos entrelazadas sobre la mesa, imaginaba
cataclismos que atentaban contra la vida de su novia.
El sonido de una llave
impaciente, bailando en la cerradura, le llegó casi imperceptible desde la sala
de estar. Una alegría inefable tomó por sorpresa su corazón, y movido por ella,
llegó casi corriendo a la puerta. Sus ojos rebozaban de alegría.
La puerta no se abrió: el sonido
había sido imaginado. No, no podía ser ¡Lo había escuchado! No. Su amor no. No
podía tener el mismo destino que…
Distintas imágenes, de un velorio
doble, con ataúdes cerrados, él y sus dos hermanos impertérritos, llegaron en
tropel a su mente. Tanto dolor innecesario, tantas muertes evitables. ¿Evitables? –Se cuestionó- ¿Existe manera de evitar la muerte?
Aún seguía allí, de pie frente a
la puerta blanca de entrada. La pintura en ella empezaba a descascararse,
formando pequeñas burbujas, entre la gruesa madera y el albo látex, y acabando
por caer en girones al suelo, que ella había barrido aquella mañana.
Un suspiro, helado, le llegó
lejano desde alguna parte de la casa. Un frío, un gélido escalofrío, a decir
verdad, le recorrió la médula. Pero su vista no se apartó de la puerta blanca.
Un trueno desgarrador, el sonido
metálico del rayo, y esa luminosidad tan fantasmal iluminaron la habitación. Se
movió, casi que le costó hacerlo: sus pies parecían haberse enraizado en el
parqué. El miedo seguía recorriéndole la sangre.
Con lentitud fijó sus ojos en los
sillones anaranjados, que daban algo de vivacidad al salón. Incluso, podría
llegar a ser, que le dieran un aspecto veraniego a la habitación si no fuera
por aquel papel, que ella había elegido algunos años atrás, con sus hojas
doradas y marrones, dividiendo la pared en dos colores: beige arriba y mostaza
abajo. Había dos sillones en el cuarto de estar: el primero, era de un cuerpo,
mullido y bastante cómodo; el segundo, y más grande, era el sillón de tres
cuerpos, posicionado frente a la puerta de entrada. Pensó que sería mejor
sentarse allí, frente a la puerta, para verla llegar, abrazarla y besarla,
devolverle el amor que no pudo darle en esas casi tres horas de retraso.
El viento silbó entre las rejas
de la ventana. Aquel gemido, invernal, boreal, era más bien el quejido de un
niño, un bebé indefenso, sufriente de dolores indecibles por boca humana. Pero
la boca, que volvió a dejar escapar un suspiro desde el comedor, no era humana.