lunes, 24 de junio de 2013

El acechador.

Y ahí estaba: él. Acechándome a cada paso, acurrucándose en mis pisadas. Mirando desde mis ojos, soñándome desde mis recuerdos. 

Él.

El paraíso abierto, la mano que se agitaba. Y él, ahí. Impertérrito y calmo. Él, mi otro yo o el yo que nunca fui, o más bien, el que ya no soy. Y, por qué no, el yo que seré.

¿Cuántas almas se agitan incesantes en nuestro ser? ¿Cuántas caras tenemos en verdad? ¿Qué hay tras de nosotros más que un mar furibundo de ocasos y amaneceres? Y es a nosotros, al yo que siente, que nos toca vivirnos en esos ocasos o amaneceres.

Y el acechador mide cada uno de mis centímetros. Especula con mi alma y juega a los dados con mi suerte. Me conoce. Sí, si que me conoce. Conoce cada uno de mis recovecos, por que él soy yo. Quizás no, o quizás sí. Ya no sé, no me distingo. No me conozco. Soy tantas personas que luego olvido cuáles fui.  Pero el acechador, es decir el recuerdo, jamás olvida. Jamás perdona. 

El acechador tiene tantas muertes sobre sus hombros. Porque para mutar debe matar lo que fue. Para mutar debe matar al que fue, sino es imposible el cambio. Las reminiscencias no nos dejan cambiar, no nos dejan morir.

Es tan difícil la vida con él, con mi acechador, con el predador de mi alma.

Es tan difícil la vida conmigo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario