»Así, como mi
pena se renovara sin cesar, y como me sintiera más extraviada ante mis propios
ojos -¡como ante todos los ojos que hubieran querido mirarme, de no haber
estado condenada para siempre al olvido de todos!- tenía cada vez más y más
hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos amistosos, yo entraba
realmente en un cielo, un sombrío cielo, en el que hubiera querido que me
dejaran pobre, sorda, muda, ciega. Ya empezaba a acostumbrarme. Y nos veía a
ambos, como a dos niños buenos, libres de pasearse por el Paraíso de la
Tristeza. Nos poníamos de acuerdo. Muy emocionados, trabajábamos juntos. Pero
después de una penetrante caricia, me decía: "Cuando yo ya no esté, qué
extraño te parecerá esto por que has pasado. Cuando ya no tengas mis brazos
bajo tu cuello, ni mi corazón para descansar en él, ni esta boca sobre tus
ojos. Porque algún día, tendré que irme, muy lejos. Pues es menester que ayude
a otros: tal es mi deber. Aunque eso no sea nada apetitoso... alma
querida..." De inmediato yo me presentía, sin él, presa del vértigo,
precipitada en la sombra más tremenda: la muerte. Y le hacía prometer que no me
abandonaría. Veinte veces me hizo esa promesa de amante. Era tan frívolo como
yo cuando le decía: "Te comprendo".
Fragmento
Jean Arthur Rimbaud
No hay comentarios:
Publicar un comentario