lunes, 5 de diciembre de 2011

El día que faltaron los parantes

"Como argentino, me duele enormemente, me amarga ver
cómo nos roban elecciones, como no cumplen la ley, 
cómo se burlan del pueblo.
Pero como radical, permitidme una confidencia: me alegro infinito en ello.
Porque nos han dado la bandera más pura,
más grande, más noble de nuestra Patria y tenemos de ella la exclusividad."
Marcelo T. de Alvear

Jamás olvidaré aquella excursión, hace algunos años atrás. Carlos,  Néstor, Juan y yo salimos a pescar, como teníamos por costumbre hacer una vez al mes. Nos íbamos a alguna lagunita olvidada, lo más lejos posible de la Selva Gris (como nos gustaba llamar a la ciudad).
                Pensarás que éramos un grupo de cuatro vagos. No estás tan equivocado. Carlos y Néstor eran doctores, no los que curan personas, sino los otros, los que las enferman: eran abogados. Por el contrario Juan era militar. Ahora que había llegado a un puesto alto y con muy poco futuro, había decidido tomarse las cosas más livianas.
                Me acuerdo que era un domingo de otoño. El sol caía lánguido y ceniciento, como con pesar y cansancio. Nosotros estábamos desayunando, alrededor del pequeño fuego que había hecho Juan. Tomábamos mate y comíamos unas galletitas que mi esposa me había mandado. A nuestras espaldas las dos carpas nos miraban de soslayo. Los parantes, por si no sabés, son aquellos “pilares” que sostienen la carpa. Por lo común, una carpa canadiense normal, tiene dos parantes: uno adelante y otro atrás. Los parantes sirven para sostener la cumbrera, que vendría a ser una especie de “viga” que sostiene el sobretecho.
                Decidimos ir a pescar, a la tarde nos volveríamos a la Selva Gris y estábamos con las manos vacías.
                Juro que jamás experimenté tal sensación de paz como cuando pesco. Nosotros honramos esa antigua leyenda que reza que no hay que hablar, pues los peces se espantan. Por lo tanto, nuestras voces se morían ahogadas en aquellas aguas verdes. Muy de vez en cuando, algún pez aventurero venía a visitar, pero se iba tan pronto advertía la trampa.
                Pasó una hora. Se hicieron dos horas. Como no hay dos sin tres, llegó la tercer hora de pesca. Y al rato, llegó la cuarta. Ya nos empezábamos a impacientar.
 -Para la próxima: escopetas.- Musitó Juan, muy bajo, para que los peces no lo escuchasen.
 -Habló el milico.- Dije sin que me importara si los peces me oían o no. De todas formas, nuestras risas fueron bastantes sonoras.
                Al cabo de unos minutos Carlos masculló:
 -Qué bárbaro que sos. Imaginá que se sentiría que te bombardeen la casa.
 -Tranqui Charly. Si lo llegan a hacer, yo ya me habré ido bastante lejos. Yo tengo contactos,- Dijo dejando la caña de lado, y acariciándose las manos, como si fuera alguna especie de mafioso.- estos peces no los tienen… por suerte para nosotros.
                Cinco horas pasaron. Cuando volvimos, nos quedamos pétreos frente a la escena. Nuestras carpas estaban frente a nosotros, tiradas. Parecía la piel vieja de una serpiente. Faltaban los cuatro parantes.
 -¿Para qué querría alguien los parantes?- inquirió Néstor.
 -Quizás nadie los robo. Quizás nosotros los perdimos.- contesté yo. El silencio de mis amigos era la mayor muestra de aceptación que pude obtener.
                Jamás olvidaré aquél domingo, previo a la pascua del 2001. No teníamos qué comer ni qué llevar a casa.

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