viernes, 7 de octubre de 2011

Aquel segundo


         Aquel segundo en el que la vio, se detuvo el mundo. Ilógico, lo sé, pero presuntamente real. Nada hubo tenido sentido hasta aquel segundo. Y fue tan solo eso, un segundo, la más ínfima fracción de su vida. Pero no le importó, ahora había cambiado su mundo, porque la vio presente.
         La vio acercarse, con paso raudo y decidido, pero tan dulce como provocador, tan perfecto como angelical. Sus cabellos flotaban etéreos, como una seda negra cayendo por sus blancos hombros, escurriéndose como el agua hasta sus pechos.
         El nuevo brillo que su mundo había obtenido, provenía de los ojos de ella. Aquellas primaverales flores encapsuladas en los ojos más bellos que hayan existido. Esos ojos eran reflejo de la magia celestial, de la belleza concretada. Aquellos ojos hablan, cantaban, gritaban. Aquellos ojos que jamás olvidará.
         La joven tenía manos blancas y pueriles, creadoras de amor, de odios. Aquellas manos que prometían y juraban trabajar por la paz, se alzaron, como palomas blancas, hacia los negros cabellos. Cuánta perfección en esos mágicos contrastes. En cuánta magia estaban impregnadas esas manos.
         Y todo se sucedió, de un segundo al otro, de un momento al otro. Y esos ojos celestiales, aquellos nocturnos cabellos, aquella cara, la más perfecta jamás vista, se perdió entre tantas otras, sin colores y sin vida. Aquella preciosa y perfecta mujer, nacida del delirio más romántico y perfecto, creada en las noches de insomnio, se perdió en un mar de grises. Se ahogó en la mediocridad de esas bellezas cotidianas.

         Había algo aun más mágico y magnífico en esa situación que era esa belleza particular que irradian algunas personas, que solo basta con un segundo para perder el juicio, para perder la cordura y quedar prendido de aquel elixir de vida, de aquella belleza sobrehumana.

        

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