domingo, 9 de octubre de 2011

Perrito mío


 Esto me lo contaron cuando
yo era muy pequeño. Fue mi
motivo de desvelos (por ende, de miedos)
durante gran parte de mi infancia.
Espero que les guste.
E. Nygma

No era habitual que Tomás pernoctara a esas horas. Su cuerpito, de apenas ocho primaveras, se fatigaba con facilidad, y por eso a las diez de la noche, a más tardar, se dormía.
         Pero aquella noche de gélido invierno el viento lloraba en el patio de su casa. Lanzaba gritos desesperados unas veces y otras embestía, con esas fuerzas dignas de la naturaleza, las ventanas del niño. Con tanto ruido y tanta soledad, era de esperarse que Tomás no conciliara el sueño.
         Sacó esas piernas flacas y pequeñas, de su tibio lecho y, a oscuras, sus piecitos buscaron las pantuflas. Tenía frío. Por su espalda corría un escalofrío continuo y los pelillos de su nuca se mantenían erizados. Abrió su puerta despacio, para no hacer ruido y molestar a papá y mamá. A esa edad aun nos importa no molestar a papá y mamá. La primera imagen que recibió al abrir la puerta celeste de su cuarto, fue la del reloj del comedor. Las dos y media. Tomás despacio, arrastrando los pies, se encaminó al baño. Es increíble, pero muchas veces, cuando uno se acuesta, y no se puede dormir, no sé por qué, surge la imperiosa necesidad de ir al baño.
         Al salir del baño, recorrió con la mirada ese desierto y vacío comedor, no había nada. Salvo Fido, su rubio labrador. Se golpeó las piernas con las palmas abiertas, sonido el cual le indicaba a Fido que le haga compañía. El labrador se levantó presto, y corrió a la compañía de su joven dueño. Tomás acarició la cabeza del perro, y se dispuso volver a su cuarto. Casi trotó. En su interior se agitaba ese sentimiento, que nos embarga a la mayoría de las personas en esa edad, de que alguien nos mira o que hay alguien más en esa sala donde solo estamos nosotros, nuestros gritos de auxilio balanceándose en nuestros labios y nuestro miedo. Ahora eran solamente dos: Tomás y Fido.
         Entornó despacio su puerta, dejándole una hendija para que Fido se escape a la hora que quiera. El sistema era fácil y ya practicado: Tomás se acostaría en su lecho y Fido bajo este. Si el niño sentía el desamparo de la noche bastaría con bajar su mano para que su mascota la mime y lama.
         Las ventanas se golpeaban desesperadas y afuera el viento se arremolinaba feroz e inclemente. Pobre del alma que afuera estuviese. Pobre del alma que adentro durmiese.
         Cuentas, mapas, Colón, fracciones, la cursiva y la imprenta, las provincias. Parecía que el viento que afuera arremolinaba hojas muertas adentro (de su cabeza) arremolinaba ideas bastantes vívidas.
         Fuera de su puerta se extendía un pasillo, en una punta el cuarto de sus padres, en la otra el baño. Frente a la puerta: el comedor. Traspasando el comedor y su puerta, la calle fría y hostil.
         Hay noches que prestan a la maldad, a la locura. Será por la plateada luz de la luna, o por aquel melancólico viento que llora sus penas, o porque algún lunático decide dar un paseo.
         Por el pasillo que antes les comentaba, se escucharon los pasos de papá. Esos pasos eran inconfundibles. Eran pesados, aciagos, lentos. Pero, esta noche, papá caminaba suave, como si por fin, quisiera no molestar a los que duermen… o a los que tratan hacerlo.
         Tomás dejó caer lánguida su manito, acariciando el hocico de Fido, pidiéndole, en silencio, de sus cariños. El perro no lo dudó y acudió a su amo, repleto de amor, de caricias y, sobre todo, de baba.
         -Perrito mío,- pensaba Tomás­­- ¿cómo haría para dormir si no te tuviese?
         Papá, suavemente, caminaba por la casa. Él tampoco podía dormir. Fido dejó la mano del niño, para escabullirse por la hendija de la puerta. Tomás buscó el reloj de su pared. Las tres menos cinco. Se dio medio vuelta, puso su retoña cara frente a la pared y se forzó por conciliar el sueño. Nada. Y ese maldito viento que seguía sembrando miedo en el niño.
         La puerta se volvió a abrir. El perro volvió, vaya a saber Dios que había ido a hacer afuera. Nuevamente se metió bajo la cama. En respuesta a esto, Tomás dejó caer su mano. Húmedas, pero seguras, las caricias llegaron.
         Las tres de la madrugada y su vista clavada en el cielorraso. Y su mano caída con languidez mortal. Aparentemente, papá ya había conseguido el sueño. Qué envidia.
         Quitó su mano, la secó con la sábana y la guardó, pegadita a su pecho. Sus ojos se balancearon, prontos a dormirse. Fido se arrastró y salió. De reojo Tomás vio como la puerta se entreabría de nuevo.

         Lo había logrado. Pero tan solo por diez minutos. Nuevamente le urgía ir al baño. Repitió su fría rutina: sacar las piernas, buscar a tientas las pantuflas y encaminarse al baño. Al salir de su cuarto sintió un frío inusual. Corría una brisa helada por el comedor, que ya no estaba tan desierto. La puerta de calle dejaba entrar un fino hilo de luz, “Papá se olvidó de cerrarla” pensó el niño. Su piecitos decididos caminaron su recorrido. Con urgente determinación entró al baño.
         Frente a él yacía el cuerpo, amedrentado, de Fido. Un grueso corte le atravesaba la panza. Sus vísceras estaban esparcidas por el suelo, sobre la alfombra. En las cuencas del labrador faltaban los ojos, sólo un fino hilo de sangre, se escurría por el hocico. Por las piernas, delgadas y pequeñas, de Tomás, corría algo caliente y líquido. Tras él, una sombra, alta, desgarbada y helada, musitó unas palabras, mientras alzaba su diestra. El cuchillo resplandeció, lanzó al aire un brillo de muerte.
         -No solo los perros lamen los dedos ¿Sabías?
         -Perrito mío…
         Las palabras de Tomás se escaparon de su boca. Ahora, el líquido, carmesí y cálido, corría de aquella garganta profanada.

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