martes, 4 de octubre de 2011

Rafael


Nunca supe su nombre, a decir verdad nunca le pregunté. Sólo sé que, allá en la época del cantante, le apodaron Rafael. Convengamos que no era un apodo demasiado gentil, pero a comparación de lo que ahora le gritan (“el putón del barrio”), era casi una caricia que lo llamen “Rafael”.
            Sé por la madre de un amigo, que Rafael es un hombre de casi unos 60 años y que su única familia son sus mascotas. Nunca pude sacarle mayor información a la madre de mi amigo, porque le da una especie de miedo hablar de eso, como si Rafael fuese un monstruo o un desperdicio de la vida. Un día, bastante más relajada, logré sonsacarle que a Rafael sus padres lo habían echado de su hogar, aun siendo un joven de 18 veranos. Y que se vino a vivir acá, a unas 5 o 6 cuadras de donde yo vivo ahora, con un tío o un abuelo o alguien, realmente, no sé.
            Acostumbro verlo pasar, yendo al supermercado, con una bolsita, que en algún momento fue rosa o lila, pero ahora está blanca y desgastada. Comúnmente saluda a las mascotas de mis vecinas (una Cocker y una Caniche Toy), les da todo el cariño a estos animales que a él le negaron.
            Pobre alma.
            Mis vecinas, viejas con tantos años como maldad encima, lo miran como la madre de mi amigo lo mira. En sus ojos hay una especie de asco, mezclado con repugnancia y aversión.
            Nunca faltó el idiota que le haga juego con las luces del auto, y cuando esté cerca le grite “¡eh, puto!”, pero él, con la mayor de sus fuerzas, hace oídos sordos. A él la vida le enseñó a no escuchar. A él, que nació siendo Sol y siendo Luna, la vida logró enseñarle el valor nulo que tienen las palabras de personas desconocidas.
            Hoy llueve. Es domingo. El viento de vez en cuando da un gritito por la calle y barre consigo las ganas de vivir de Rafael. A él la vida le enseñó a ser fuerte, a él, que vivió siendo dama y caballero. Pero la Vida no le enseñó todo lo que sabe. A él, ahora, le importa poco vivir. Ahora que su único amor, su único compañero, el único que lo escuchó siempre, el único que supo secarle las lágrimas, había muerto de una neurisma hace unas semanas.

            Este martes, cuando la madre de mi compañero me contó con cierta alegría, sorna y malicia que Rafael se había dado un tiro, las ganas de gritarle “Asesina” me brotaron en el pecho y murieron en mis labios.
            Pobre alma. Ellas, arpías, que lo maldijeron por ir en contra de la ley de Dios, ellas que lo injuriaron por sodomita, ellas… Ellas lo mataron.

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